lunes, 23 de noviembre de 2009

¿Dónde está Europa?


La situación es la siguiente: Hamburg. Hamburg Mitte. Caminando cerca de Stephansplatz, calle abajo, vamos en busca de un café para hacer tiempo, puesto que en unas horas más iremos al departamento de Martina y Hussein. De modo que, a paso relajado, vamos encaminándonos en medio de esa tenue lluvia que hay en Hamburg y que no necesita de paraguas, una lluvia casi imperceptible, como un delicado velo que roza la cara, para humedecer levemente el andar, entre el gentío, el atardecer, e incontables luces que indican que la ciudad es grande, viva, cosmopolita, multicultural, transnacional y que el frontis de un McDonald´s puede darte la calidez de no sentirte tan lejos de lo conocido. Pero no entramos en el McDonald´s, sino que en el Café Paris, en Rathausstraβe. Allí, entramos a la calma del murmullo del lugar, cálido, lleno de carcajadas, brindis, conversaciones largas y distendidas. El Goce. La vieja costumbre de la diversión y del esparcimiento nos recibe, sin darse cuenta. El lugar luce con jactancia un gran mural que nos delimita sus orígenes y su presente: gegründet 1882 (fundado en 1882). Hay olor a perfumes, a cuerpos recién lavados, a agua cristalina, a comida caliente, a café espresso. Evidentemente, la mayoría son comensales habituales. El lugar, en su esplendor y en su opulencia, se deja querer. Un gran fresco con motivos de una campiña francesa nos mira desde el techo, para hacernos saber que estamos en un lugar especial. Pido una agua mineral (en ese momento, a esa hora del día, no me alcanza para más). En la mesa del lado, un viejo no deja de hacer reír a tres señoras, y cada vez que él habla, ellas escuchan embelesadas y atentas, la tanda de chistes que hace aquel distinguido señor que habla en inglés. Los camareros son elegantes, pero casuales, para hacerte saber que, en el fondo, todo esto es una gran imagen, un ideal defendido inconscientemente para hacer prevalecer algo que a todos los que forman parte de dicho café los distingue y les regala un tan codiciado sentimiento de pertenencia. Y pienso en la ficción, no de manera dramática, pero sí cautelosa y realista, que sustenta toda esta escena: La camarera, de camisa blanca y pantalones negros, trae nuestra orden, y se retira sobre sus zapatillas Nike, seguramente confeccionadas en Tailandia o Indonesia. Y aún así, el Café Paris insiste en refregarnos su aire parisino, anterior a la 1ª Guerra, con ese rostro de felicidad inocente o desvergonzada.


Qué curioso debe ser, entonces, la impresión del europeo que viaja a Sudamérica, y se encuentran con esas grandes ciudades, como Santiago, o Buenos Aires: o se siente como en casa, llano y confortable, o muy decepcionado, porque no encontró eso absolutamente otro que buscaban en Sudamérica. Probablemente ha subestimado o no se imaginó los alcances de la colonización, y que lo exótico es una ilusión, y los que aún no han cruzado el Atlántico no se pueden imaginar que del otro lado podrán encontrar lugares similares, en el mismo estilo, muuuuy europeos, que pareciese ser una mezcla de confort, buen vivir, cafecitos ricos y merci, danke, thanks y gracias, todos juntos, en la embriaguez de la buena mesa y la conversación, lejos del frío de la calle y de las cariñosas gotitas de esa delicada llovizna que va mojando con paciencia y despreocupación las ventanas, los autos y los adoquines, ahora que ya está todo oscuro y las luces realzan la silueta de los edificios y las avenidas, haciendo emerger acaso el invento más complejo de la cultura occidental: la ciudad.


Y sé que mi mirada es sesgada, parcial. Y no puedo dejar de pensar que durante estos días han estado en boga las conmemoraciones del 20º aniversario de la caída del muro de Berlin. Que para ser honesto, lo poco y nada que sé de actualidad, es que las conmemoraciones son actividades con un tufo a oficialidad, a “gestos” grandilocuentes, de la Merkel y su nueva alianza con los liberales (el FDP), que también juegan con esa ficción que es Europa, la ilusión de lo homogéneo y hermanado, resoluto, terminado y límpido. En el día a día, de nada importan las actividades relacionadas con el tema. Y sin embargo, hoy en día aún hay gente que no quiere viajar al oeste de Alemania y vice-versa. ¿Qué es lo que defienden de Europa aquellos que la miran desde abajo, con respeto y como ejemplo, o aquellos que la miran desde dentro para delimitarla, edificarla y darle una imagen coherente y exclusiva?

Ya se hace tarde, salimos corriendo hacia el U-Bahn para llegar a nuestra cita. Y en el asiento del frente, una madre musulmana le habla a su hijo, en alemán, que ya pronto llegarán a casa, que no llore más. Me dan ganas de decirle también que no llore más, que ya pronto todos llegaremos a casa. Que el hogar está cerca.

martes, 27 de octubre de 2009

Con la cabeza hacia la ventana



Mientras uno está inserto en el pasito aquel de los trámites, en la caminata desorientada pero premeditada, en las compras de la leche y lo demás para la semana, o en el tren Lüneburg-Hamburg, y por la ventana miras casi como buscando algo, buscando eso que sería algo digno de ser observado (o de ser narrado, que para estos menesteres da igual), y a cambio recibes rieles impecables en su trenza metálica que se pierde más allá de lo que mi precaria imaginación pueda tolerar, mi mirada va siguiendo enormes prados verdes que persiguen el camino, que se mezclan con graffities ilegibles (como para todo el mundo no graffitero), y por mis orejas suena desde mi mp3 "Mi vocablo lo divido en prosa /Jugosa pa ponerte las axilas grasosas/Llegó la araña que el idioma daña/La real academia yo se la dejo a España", de Calle 13, y comienza a vislumbrarse que estamos llegando al Hauptbahnhof, y no te das ni cuenta de que llevas los 30 minutos del viaje pensando tonteras, o cosas lejanas - que perfectamente pueden ser lo mismo - , y entonces puedo constatar que el día a día se está volviendo, lentamente, algo cotidiano. Gratamente cotidiano.

Curiosa situación, entonces, la de dar cuenta de este presente, tan tan tan normal. Pero, en realidad, para hacer justicia al término, y para hacer distinciones que tan útiles son (que tanto me gusta hacer, por joder no más) "normal" no es la palabra adecuada (lo que menos conozco son las normas alemanas, las institucionales, y las otras, las del sabio y demoledor sentido común). No es normalidad lo que definen estos días, sino que - más allá de cualquier dudosa analogía con cierto autorzucho que goza de popularidad en Gigantomaquia, el país de las fantasías - el sentimiento que sobreviene es el de la familiaridad. La familiaridad es lo que anda por ahí, por aquí conmigo. Se deja ver en la ceremonia del té que día a día practicamos Nicola y yo. Se deja ver en su mirada, ahí, acompañándome. En el círculo de amistades que nos rodea, que están ebrios de generosidad y amabilidad. En la sonrisa amplia y acogedora de la conversación de sobremesa. Y entonces, al carajo con que mi alemán sea como los gemidos de una foca quejumbrosa, poco exacto como puntería de epiléptico. Hoy es el tiempo del silencio (mi silencio), pero principalmente de la paciencia. Paciencia con las palabras, que con cuenta gotas llegan a mi boca. Ah... y la ciudad... muy linda. Esto no es turismo, señoras y señores.

P.D.1: Vielen Dank jedes der früheren Post. Der einzige Sinn dieses Blogs zu haben, sie versuchen, diesen Kontakt zu bauen - für heute - erforderlich. Sinceras y emocionadas gracias a cada uno de los anteriores comentarios. Así sin más, el único sentido de este blog es que aparezcan para construir esta tentativa de contacto - por ahora - necesaria.

P.D. 2: Foto 1, vista hacia la izquierda. Foto 2, vista hacia la derecha. Ambas desde la ventana de nuestra habitación.

miércoles, 21 de octubre de 2009

SILENCIO (Die Stille)


20 de Octubre del 2009


Al llegar a Lüneburg, no me ha salido a recibir el esplendor de su arquitectura, o los amables cafés de las calles adoquinadas cercanas al río Ilmenau, o las tiendas con sus suculentas ofertas de diferentes tipos de panes. El abrazo anfitrión no me lo han dado los techos verdosos y bermellón que se empinan hasta rozar las nubes otoñales, nubes timoratas más amigas del débil sol que de la incipiente lluvia. El apretón de manos no ha venido del antiguo muro fronterizo de la ciudad, que hoy se confunde con el bosque a medio vestir, que se ha desprendido de sus rojizas hojas que dibujan el camino a casa, que se confunde con las bicicletas que pueblan cada esquina, esquinas calmas y humedecidas por la lluvia intermitente. El saludo no lo ha dado el rojo, el marrón, el verde, el amarillo, que descansan en un gris azulado, que exuda la imagen que entra a mi ojo, desde la ventana de la cocina, imagen poblada de enredaderas que abrazan las casas vecinas, con sus amplios ventanales y sus techos triangulares. La seña de entrada no vino de la feria del sábado y la orgía frutal que se ofrecía en cada puesto, bajo la llovizna tenue y el coqueteo de los rayos del sol de octubre, que lamía los rostro sonrientes y amables de los feriantes, gente feliz en su trabajo milenario. El gesto de acogida, por supuesto, no vino del Ausländerbehörde (Oficina de Extranjería) y su teatro de las apariencias, y su pirotecnia verbal, urgida por delimitar, literalmente, lo de adentro y lo de afuera. No, no hubo ningún “hola” por ahí. Quien sí salió a recibirme, fue el silencio. El enorme silencio de la ciudad, del murmullo de las calles. El abrazo de bienvenida silente de cada hora, sin metafora alguna, al despertarme, al almorzar, al acostarme, al mirar los días desde el balcón. El abrazo silente de Lüneburg, respetuoso, magno, que invita a la mudez. Yo, entre tanto, no puedo hacer otra cosa más que callar, y escuchar.